Un recuerdo de plenitud
Hay amigos que se van durante los años de juventud y permanecen para siempre en el recuerdo. Yo no conocí a Bartolomé Llorens, pero por la huella que ha dejado en varios amigos míos, Bartolo, como le llaman todos, debió ser uno de ellos. Un recuerdo de plenitud, de fruto maduro, de las horas felices de juventud.
Bartolomé Lloréns |
Había nacido en 1922 en Catarroja, a pocos kilómetros de Valencia. Su madre era cristiana y practicante; su padre, un sastre blasquista y anticlerical. Estudió en el Instituto-Escuela, en el ambiente laicista de la Institución Libre de Enseñanza. Hizo Filosofía y Letras en la Universidad Literaria de Valencia, donde fue un estudiante apasionado, vitalista y trabajador, que se declaraba no creyente, aunque en su intimidad experimentaba una gran sed de Dios.
En Valencia fue alumno de Dámaso Alonso, con el que se encontraría de nuevo en Madrid en 1943, cuando se trasladó para estudiar Filología Moderna en lo que entonces se llamaba Universidad Central. Formó parte de la tertulia literaria que tenía lugar en casa de Vicente Aleixandre, y conoció a Gaos, Castillo Puche y en especial a Carlos Bousoño, futuro Académico de la Lengua, con quien entabló una honda amistad.
Un recuerdo de Carlos Bousoño
“Éramos compañeros de curso –recuerda Carlos Bousoño- , y Dámaso Alonso nuestra máxima admiración. (...) Yo escribía Subida al Amor y leía con frecuencia a Bartolomé los poemas que iba escribiendo. Sus comentarios eran siempre inteligentes y llenos de vida. Pues para nosotros lo mismo los problemas culturales que los artísticos eran vida, palpitantes trozos de vida y no secas referencias eruditas o recreativas. Bartolomé Lloréns era ya un auténtico sabio, dentro de su jovencísima juventud, sobre todo, en lingüística.
Hubiera sido -estoy seguro de ello- uno de nuestros primeros filólogos, y hoy lo tendríamos en la Academia, sin duda ninguna, como lo está nuestro otro compañero de curso, Fernando Lázaro Carreter, que compartía con nosotros la misma aula damasiana y el mismo fervor por el maestro.
Pero aparte de las conversaciones lingüísticas, yo recuerdo, sobre todo, nuestros encendimientos poéticos, al leer juntos El Cementerio Marino, de Paul Valery, cuyas estrofas nos sabíamos de memoria los dos; así como los versos de los poetas que iban surgiendo y de los maestros que nos rodeaban.
Bartolomé Lloréns vivía en la Residencia Cisneros, donde también vivían otros amigos míos: Tena (en la actualidad embajador), Camblor y Rodrigo Carvajal (hoy catedrático en la Facultad de Derecho), amén de Eugenio de Nora, poeta, como todo el mundo sabe.
Medardo Fraile, Claudio Rodríguez, Carlos Bousoño, José Hierro, Vicente Aleixandre y Concha Lagos. |
Todos coincidíamos con frecuencia en casa de Vicente Aleixandre, cuya poesía era para nosotros un maravilloso ejemplo. ¡Qué gran papel tuvieron Dámaso y Vicente en la España de entonces, tan desposeída y huérfana por los cientos de miles de españoles exiliados a causa de la guerra, muchos de los cuales eran la flor y nata de aquella cultura que España supo alcanzar con esfuerzo y gloria a lo largo del siglo!
Recuerdo las reuniones en la casa de Vicente los domingos, la alegría que allí imperaba, el afecto profundo que a todos nos unía, la ilusión de empezar a escribir, que experimentábamos como un destino frenético y deslumbrante, un ansia de ser, no famosos -eso no contaba para nada-, pero sí escritores, escribir y procurar hacerlo bien: la felicidad de que la poesía existiese, que ayer hubiésemos leído un maravilloso poema de éste o de aquél, amigo nuestro o no, porque ese matiz no era del caso.
Todo estribaba, sencillamente, en la juventud y estela de generosidad que le es propia, cuando aquella existe en su pureza y no está desvirtuada.”
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