Prólogo de Secreta Fuente VI (II), Carlos Bousoño



Gustavo Adolfo Bécquer,
por Valeriano Bécquer.
Aquí, como pocas veces, la poesía es “comunicación”, igual que, guardando las proporciones, vemos en Antonio Machado y Unamuno, en Bécquer y Verlaine, en San Juan de la Cruz, y aun en el gran poema de aquel otro Juan, santo también, el discípulo de Jesús. Me refiero al cuarto Evangelio.

Pues bien: la poesía de Bartolomé Lloréns es una pura comunicación de su espíritu. Pocas veces su poesía tiene la troquelada hermosura que resplandece en cada verso y que brota, a certeros golpes, de la mano del artífice. Era, en este sentido, todo lo contrario de un virtuoso de la forma. Cada poeta tiene sus caminos, y el de Lloréns iba en dirección contraria al que pudo seguir un Góngora. Su palabra tendía a transmitir sin velos la verdad de una voz cargada de resonancias humanas, de humanas pesadumbres, de humano amor, y de humana, humanísima desesperación, y también, al final de su vida, de esperanza de hombre en la luz redentora. Al final de su vida he escrito… Sí, antes dije que Lloréns carecía de creencias religiosas, o por lo menos él así se juzgaba. Yo sé todo el dolor con que aquella alma sufría su falta de fe. La llevaba como puede llevarse una tiniebla onerosa, un monte de angustia…

Pero de pronto –brillaba ya sobre España la primavera del 45- se realiza el portento, la transformación. Bartolomé Lloréns se convierte, y con la fe del converso, la más ardiente de todas, vive un año más, el más intenso de su vida, dando luz, bondad, alegría, a los que le rodeaban. ¡Qué extraña soledad sentimos sus compañeros el día irremediable que nos trajo la amarga noticia: había ya acabado todo, había muerto el amigo, el poeta, el soñador de la luz última, de la última, invulnerable verdad que allá, remota, en el cielo escondido, resplandece para consuelo de los hombres!

Entre su conversión y su muerte, Bartolomé Lloréns escribió la parte religiosa de su obra lírica. Versos llenos de acendrada fe, de clara esperanza, en los que suena el grito de la liberación. Entonces ve el poeta su vida antigua como sombra, como ciega noche, como muerte trágica.

Es la noche, es la sombra, es el no verte,
Señor, en la ceguera del pecado,
la más amarga, cruel, trágica muerte.

¡Te tuve en mis entrañas sepultado
tanto tiempo, Señor, sin conocerte!
Mas nuevamente en mí has resucitado.

El más puro amor del hijo pródigo, del hijo perdido que a su Padre recobra, se expresa en estos versos, tan tiernos, tan confiados, tan verdaderamente religiosos. Si exceptuamos la gran lírica unamunesca, tendríamos que remontarnos a los siglos de oro para encontrar unos poemas en los que el espíritu religioso nacional se vertiera de un modo tan antirretórico, tan humano y directo. En estos sonetos puede faltar acaso un último perfilamiento, una última perfección, un último brillo, pero ¡qué importa ese nítido acabado de la obra bien hecha, cuando está sustituido por el cálido manar repentino de estos poemas irrigados dulcemente, soterradamente, por un envío de sangre amorosa y continua!

En el nuevo renacimiento de la lírica católica que constituye parte de la poesía de postguerra, Bartolomé Lloréns ha aportado tal vez el legado más sobresaliente en estos sonetos que él con la más conmovedora y honda modestia juzgaba “excesivamente clásicos”. Jamás he conocido un ser  más auténticamente humilde que Bartolomé Lloréns. Se creía siempre el más pequeño, el más insignificante. No tenía la más íntima estimación de ninguna de sus altas cualidades, y ni siquiera se soñaba poeta.

Pues bien: está profunda humildad de nuestro amigo, que tan característica le era (tal vez lo más característico de su espíritu, junto a su generosidad), encuentra ahora, en su nueva situación religiosa el lugar que le corresponde. Porque una virtud básica del catolicismo es, como todos saben, esa tan difícil que  Bartolomé Lloréns poseía como ninguno aun antes de su conversión. Sólo con la sinceridad completa es la poesía posible. Y así, el que pretenda hacer poesía católica sin esa esencial humildad, sólo puede lograr poemas en que la falsa unción sea lo más relevante.

Por el contrario, Lloréns estaba preparado como nadie para hacer este tipo de poesía:

Sólo una gota de tu sangre pura
que al dar su vida te encumbró a la gloria,
bastara, soñador, profeta mío,
para arrastrarme a Ti con tu locura.
Mas que puedo yo darte si es escoria
cuanto tengo, Señor, en mi desvío…

Esta palabra, “escoria”, como rima, ha sido un lugar común de nuestra lírica. La idea misma de que el hombre es escoria comparado a Dios, es también un gruesísimo tópico de sermonario. Y, sin embrago, estos versos,  son tan veraces, responden tan exactamente al espíritu humilde del poeta, que esta idea, tan repetida, brilla otra vez con novedad, soplada por yo no sé qué espíritu.

Sí, amigo mío: tú te creías escoria, vil ceniza, amarga y diminuta arenilla, cuando eras el cálido espacio más traspasado por el alto y cenital sol de la vida.

En la poesía de Lloréns se ve una vez más confirmada la unicidad del amor: el amor es siempre el mismo, cualesquiera que sean sus diferentes formas. Si leemos atentamente los versos de nuestro poeta, observaremos que el sentimiento con que canta a Cristo es muchas veces idéntico al sentimiento con que cantaba al profano amor. La misma ternura, la misma generosidad, el mismo ensueño. Así, en los poemas de amor profano, el poeta canta el desvío de su amante, mientras que en los poemas religiosos es el desvío del propio poeta el cantado. En un caso –en los poemas profanos-, la desolación y la tristeza emanan de un abandono que el poeta sufre. En los poemas religiosos, se respira la misma desolación y tristeza, pero causadas ahora por el abandono que el poeta hace sufrir a Cristo, y del que el poeta se arrepiente. Por lo demás el acento es idéntico en ambos temas.

Naturalmente, no siempre es ésta la situación. Poemas amorosos tenemos de Bartolomé Lloréns, en los que el dolor nace al contemplar la pureza de la amada en contraposición a la impureza del amante:

¿Cómo poder quererte, cómo amarte
sin llevar hasta ti mi desconsuelo,
cómo prenderle a mi fatal desvelo
sin herirte, perderte, aniquilarte?

Y en este caso es paralelo con los poemas religiosos es aun más evidente, pues hasta encontramos aquí los dos planos en que se mueve todo poema dirigido a la divinidad. Por un lado, la inferioridad reconocida del poeta, envuelto en sombras, y por el otro, la pureza y luz del ser cantado. Notamos ya, en este poema profano de Lloréns, escrito antes de su conversión, ese espíritu de humildad al que tantas referencias hemos hecho, y que hemos considerado como muy propicio para expresarse dentro de un cosmos religioso.

Mas en su nueva etapa de poesía religiosa, Bartolomé Lloréns, alcanza cimas de gozosa serenidad que antes de su conversión no habían sido ni siquiera rozadas. Paz, paz al fin sobre la roca alzada, sobre el monte último, sobre la soleada cumbre de la fe:

He aquí la paz. El dulce, claro viento,
el manso fluir del agua rumorosa,
la límpida armonía venturosa
del cielo azul del huerto del convento.

Y así puede exclamar el poeta:

¡Qué nueva vida! ¡Qué secretos goces!

Y es que la humana angustia del hombre “nacido para la muerte” ha sido vencida ya. Ahora el poeta se ve inmortal; el corazón desgarrado descansa y la esperanza brilla.

A veces, el tono alcanza una robustez no sólo expresiva sino también ideológica, comparable tan sólo a algunos acentos de Unamuno, con el que se relaciona:

¡Ser tu Cristo y Jesús, oh Jesucristo,
Hombre-Dios por las alas de tu verbo,
y consumirse en el dolor acerbo
de la Pasión sangrienta en que Te he visto!

¡He de ver si sufriendo Te conquisto,
y Te recato y puro Te conservo,
Jesucristo, Hombre-Dios, Sangre en que hiervo,
Hombre en que vivo, Dios en que me existo!

El verbo existir no es reflexivo en nuestra lengua. Esto lo saben todos y como nadie el poeta. Por otro lado, la corrección era sencillísima (Dios en quien existo). Sin embargo, la expresión “me existo”, haciendo reflexivo el verbo, da extraordinaria fuerza poética a la idea, reforzándola, como intensificándola.

Poesía religiosa de Lloréns, llamada a una grandeza que la muerte ha impedido. Pero aquí, entre nuestras manos, palpita algo de lo que pudo haber sido el destello radiante del poeta trunco, del gran poeta católico que nuestras letras y nuestra religión piden.

Termino ya. La muerte nos ha arrebatado un amigo y un poeta, tal vez uno de los más sobresalientes poetas jóvenes. Bartolomé Lloréns ha desaparecido demasiado temprano, pero creo que la virtud de bastantes de sus poesías no morirá. El sincero acento, ya que no su perfección última, ha de salvarlas del olvido. Con toda la objetividad que un contemporáneo puede tener, me atrevería a afirmar que estos versos tienen un seguro puesto entre las voces auténticas de nuestro gran siglo lírico.

¿Qué hubiera sido la madurez de este poeta, ya tan verdadero y conmovedor? No lo sé. No lo sabremos nunca. La noche ciega sus ojos, su voz para siempre, y encubre a nuestras miradas el futuro imposible. La noche ha llegado. En un cementerio de Catarroja, el valenciano cielo estrellado nocturnamente vela la  solitaria garganta que cantó para los hombres su destino de amor cuando el día era luz y no tristeza.

Encima de las estrellas resuena el nuevo himno de gloria, lejos, apagadamente. El día ha vencido.

CARLOS BOUSOÑO
Abril 1948.

Prólogo de Secreta Fuente VI (I), Carlos Bousoño


VI

Bartolomé Lloréns
Poesía humana, humanísima, la de Bartolomé Lloréns, iluminada, quizá como pocas, por la especial luz de nuestro momento histórico, e inscrita totalmente en el espíritu de la postguerra, al que antes he aludido. Poesía que siempre resulta estar entreverada con el diario afán del poeta, con el diario movimiento espiritual, casi, casi con la anécdota de su alma.

Llevando a su extremo dos posiciones poéticas que la realidad suele ofrecernos entremezcladas, y presentando dos ideales tipos puros, diríamos que existe el poeta que canta el mundo, el universo, trasladando su diario afán a zonas intemporales, sin geografía ni biografía aparente; y que hay otro que nos cuenta ese mismo afán de su vida, sus pequeñas o grandes cosas, de un modo directo, sin apenas otra transformación que la necesaria para vestir de belleza el sentimiento desnudo. Naturalmente,  no es valorativa esta clasificación. Grandes poetas existen en ambos grupos.

Pues bien: Bartolomé Lloréns, pertenece sin ningún género de duda, a esa segunda clase de poetas, los que llamaríamos de “expresión directa”. Se trata de poesía biográfica, sentimental, apoyada en hechos concretos de la vida diaria. Yo podría decir por qué, cuándo y cómo escribió cada uno de sus poemas, y creo que todos sus lectores pueden asimismo seguir un poco la vida del poeta, sin más que ir leyendo la poesía que ahora se edita. Hasta tal punto estos versos son directos y nacidos de la inmediata biografía.

Amor humano y amor divino canta Bartolomé Lloréns en sus versos. Pues bien: éstas fueron las dos zonas en que su breve vida se desenvolvió. Amor humano, primero. Amor divino, después. Amor divino que dio fuego de paz a su espíritu y le hizo morir en la más gozosa esperanza, en el más confiado y tranquilo reposo. Los que le hemos visto casi moribundo, en Catarroja, envuelto en la mejor y más pura luz, jamás podremos olvidar aquel espectáculo de alegría ejemplar. Sabía que se iba a morir y podía hablarse con el de la  muerte. Deseaba la muerte como había deseado el color de los campos, el color de la vida y del amor. Con el ardor, con la pasión, con el ensueño hondo que siempre envolvió su vida, su altar de vida.

Miguel de Unamuno
Pero primero, amor humano. Amor humano que hizo cuajar de pronto el espíritu poético de Lloréns en una auténtica poesía. Hasta entonces sólo balbuceos había hecho. El amor y el sufrimiento amoroso dieron honduras insospechadas a aquel corazón de hombre que repentinamente empezó a cantar esta poesía, desesperada o agónica –como diría Unamuno-, que ahora se edita.

Agonía amorosa. Sí, el poeta, en los Campamentos de la Milicia Universitaria, lejos de su amor, a solas con la tierra y el cielo largo, interminable de Andalucía, se desesperaba solitariamente. Y entonces fue cuando escribió aquellos sonetos tan humanos, tan amargos, tan poéticos y conmovedores, aquellos sonetos del amor sin esperanza, del amor como castigo, del amor como pesadumbre, que ilustran algunas páginas de este libro. Era la noche, una noche de luna, y el poeta estaba de centinela bajo su fría luz. 

Noche de luna, noche en centinela,
sin más amor que tú, luna insensible,
sin otro fiel amor, mi carne vela.

Vela mi carne un sueño, que imposible
ya no tiene otro amor, y se desvela,
amarrado, sin nadie, incomprensible.

Entonces Bartolomé Lloréns aprende la gran verdad, que tantos otros poetas en parecidas circunstancias parecieron. (Sí, la vida es un sueño, un sueño fantasmal.) Y es que la poesía revela la verdad de la vida, y la vida enseña su verdad, siempre la misma, al poeta. En poesía no importa la repetición de una verdad, porque esa verdad suena siempre distinta, con la peculiaridad expresiva que le da la voz de su creador.

Y entonces, el poeta, triste con la amargura del amor, mira al hombre y encuentra que la vida humana no tiene sentido, no tiene finalidad:

Tránsito por la tierra. Inútilmente
el corazón esperará su vuelo:
el polvo ha de morder la altiva frente.

Mira en tu desamparo sobre el suelo
tu pobre barro derrotadamente:
no osen tus ojos elevarse al cielo.

Y es que todo artista es siempre un generalizador. De un caso particular, de un dolor particular, hace un caso general, un dolor general. Y si bien lo analizamos, es un medio de consolarse que el hombre entristecido tiene, un medio para apagar la conmiseración hacia uno mismo, que es siempre la más triste. Acordémonos de aquel refrán que dice: “mal de muchos, consuelo de todos”, refrán lleno de esa sabiduría psicológica que tantas veces nos sorprende en los antiguos labios del pueblo. Conmiseración hacia sí mismo por las tristezas que el amor trae consigo cuando es grande y verdadero.

Pero además otro importante elemento se alió con el amor para fraguar el alma –poética y humana- de Bartolomé Lloréns: el presentimiento de su próxima muerte, que muchas veces, en la conversación más íntima, insinuaba, y que yo entonces creía típicos pesimismos adolescentes. 

Sí, presagios de muerte en su vida, en sus versos. Presagios de muerte y amor doloroso  hubieran bastado para fraguar un alma profunda. Pero todavía había más. Estos sentimientos estaban aún ahondados por la carencia de un apoyo en la divinidad, en la que el poeta pudiera descansar de la humana agonía. En efecto, Bartolomé Lloréns carecía de ese cálido soporte, aunque tenía como muy pocos, sed de Dios, sed de paz, sed de Vida. Ahora comprenderá el lector el sentido exacto de ese soneto titulado “Adán pecador”, cuyos tercetos quedan copiados más arriba. Con cuánta esperanza dice Lloréns al hombre que él es y también a los demás hombres:

¡no osen tus ojos elevarse al cielo!