Prólogo de Secreta Fuente VI (I), Carlos Bousoño


VI

Bartolomé Lloréns
Poesía humana, humanísima, la de Bartolomé Lloréns, iluminada, quizá como pocas, por la especial luz de nuestro momento histórico, e inscrita totalmente en el espíritu de la postguerra, al que antes he aludido. Poesía que siempre resulta estar entreverada con el diario afán del poeta, con el diario movimiento espiritual, casi, casi con la anécdota de su alma.

Llevando a su extremo dos posiciones poéticas que la realidad suele ofrecernos entremezcladas, y presentando dos ideales tipos puros, diríamos que existe el poeta que canta el mundo, el universo, trasladando su diario afán a zonas intemporales, sin geografía ni biografía aparente; y que hay otro que nos cuenta ese mismo afán de su vida, sus pequeñas o grandes cosas, de un modo directo, sin apenas otra transformación que la necesaria para vestir de belleza el sentimiento desnudo. Naturalmente,  no es valorativa esta clasificación. Grandes poetas existen en ambos grupos.

Pues bien: Bartolomé Lloréns, pertenece sin ningún género de duda, a esa segunda clase de poetas, los que llamaríamos de “expresión directa”. Se trata de poesía biográfica, sentimental, apoyada en hechos concretos de la vida diaria. Yo podría decir por qué, cuándo y cómo escribió cada uno de sus poemas, y creo que todos sus lectores pueden asimismo seguir un poco la vida del poeta, sin más que ir leyendo la poesía que ahora se edita. Hasta tal punto estos versos son directos y nacidos de la inmediata biografía.

Amor humano y amor divino canta Bartolomé Lloréns en sus versos. Pues bien: éstas fueron las dos zonas en que su breve vida se desenvolvió. Amor humano, primero. Amor divino, después. Amor divino que dio fuego de paz a su espíritu y le hizo morir en la más gozosa esperanza, en el más confiado y tranquilo reposo. Los que le hemos visto casi moribundo, en Catarroja, envuelto en la mejor y más pura luz, jamás podremos olvidar aquel espectáculo de alegría ejemplar. Sabía que se iba a morir y podía hablarse con el de la  muerte. Deseaba la muerte como había deseado el color de los campos, el color de la vida y del amor. Con el ardor, con la pasión, con el ensueño hondo que siempre envolvió su vida, su altar de vida.

Miguel de Unamuno
Pero primero, amor humano. Amor humano que hizo cuajar de pronto el espíritu poético de Lloréns en una auténtica poesía. Hasta entonces sólo balbuceos había hecho. El amor y el sufrimiento amoroso dieron honduras insospechadas a aquel corazón de hombre que repentinamente empezó a cantar esta poesía, desesperada o agónica –como diría Unamuno-, que ahora se edita.

Agonía amorosa. Sí, el poeta, en los Campamentos de la Milicia Universitaria, lejos de su amor, a solas con la tierra y el cielo largo, interminable de Andalucía, se desesperaba solitariamente. Y entonces fue cuando escribió aquellos sonetos tan humanos, tan amargos, tan poéticos y conmovedores, aquellos sonetos del amor sin esperanza, del amor como castigo, del amor como pesadumbre, que ilustran algunas páginas de este libro. Era la noche, una noche de luna, y el poeta estaba de centinela bajo su fría luz. 

Noche de luna, noche en centinela,
sin más amor que tú, luna insensible,
sin otro fiel amor, mi carne vela.

Vela mi carne un sueño, que imposible
ya no tiene otro amor, y se desvela,
amarrado, sin nadie, incomprensible.

Entonces Bartolomé Lloréns aprende la gran verdad, que tantos otros poetas en parecidas circunstancias parecieron. (Sí, la vida es un sueño, un sueño fantasmal.) Y es que la poesía revela la verdad de la vida, y la vida enseña su verdad, siempre la misma, al poeta. En poesía no importa la repetición de una verdad, porque esa verdad suena siempre distinta, con la peculiaridad expresiva que le da la voz de su creador.

Y entonces, el poeta, triste con la amargura del amor, mira al hombre y encuentra que la vida humana no tiene sentido, no tiene finalidad:

Tránsito por la tierra. Inútilmente
el corazón esperará su vuelo:
el polvo ha de morder la altiva frente.

Mira en tu desamparo sobre el suelo
tu pobre barro derrotadamente:
no osen tus ojos elevarse al cielo.

Y es que todo artista es siempre un generalizador. De un caso particular, de un dolor particular, hace un caso general, un dolor general. Y si bien lo analizamos, es un medio de consolarse que el hombre entristecido tiene, un medio para apagar la conmiseración hacia uno mismo, que es siempre la más triste. Acordémonos de aquel refrán que dice: “mal de muchos, consuelo de todos”, refrán lleno de esa sabiduría psicológica que tantas veces nos sorprende en los antiguos labios del pueblo. Conmiseración hacia sí mismo por las tristezas que el amor trae consigo cuando es grande y verdadero.

Pero además otro importante elemento se alió con el amor para fraguar el alma –poética y humana- de Bartolomé Lloréns: el presentimiento de su próxima muerte, que muchas veces, en la conversación más íntima, insinuaba, y que yo entonces creía típicos pesimismos adolescentes. 

Sí, presagios de muerte en su vida, en sus versos. Presagios de muerte y amor doloroso  hubieran bastado para fraguar un alma profunda. Pero todavía había más. Estos sentimientos estaban aún ahondados por la carencia de un apoyo en la divinidad, en la que el poeta pudiera descansar de la humana agonía. En efecto, Bartolomé Lloréns carecía de ese cálido soporte, aunque tenía como muy pocos, sed de Dios, sed de paz, sed de Vida. Ahora comprenderá el lector el sentido exacto de ese soneto titulado “Adán pecador”, cuyos tercetos quedan copiados más arriba. Con cuánta esperanza dice Lloréns al hombre que él es y también a los demás hombres:

¡no osen tus ojos elevarse al cielo!




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