Gustavo Adolfo Bécquer, por Valeriano Bécquer. |
Pues bien: la poesía de Bartolomé Lloréns es una
pura comunicación de su espíritu. Pocas veces su poesía tiene la troquelada
hermosura que resplandece en cada verso y que brota, a certeros golpes,
de la mano del artífice. Era, en este sentido, todo lo contrario de un virtuoso
de la forma. Cada poeta tiene sus caminos, y el de Lloréns iba en dirección
contraria al que pudo seguir un Góngora. Su palabra tendía a transmitir sin
velos la verdad de una voz cargada de resonancias humanas, de humanas
pesadumbres, de humano amor, y de humana, humanísima desesperación, y también,
al final de su vida, de esperanza de hombre en la luz redentora. Al final de su
vida he escrito… Sí, antes dije que Lloréns carecía de creencias religiosas, o
por lo menos él así se juzgaba. Yo sé todo el dolor con que aquella alma sufría
su falta de fe. La llevaba como puede llevarse una tiniebla onerosa, un monte
de angustia…
Pero de pronto –brillaba ya sobre España la
primavera del 45- se realiza el portento, la transformación. Bartolomé Lloréns
se convierte, y con la fe del converso, la más ardiente de todas, vive un año
más, el más intenso de su vida, dando luz, bondad, alegría, a los que le
rodeaban. ¡Qué extraña soledad sentimos sus compañeros el día irremediable que
nos trajo la amarga noticia: había ya acabado todo, había muerto el amigo, el poeta, el soñador de la luz última, de la última, invulnerable verdad que
allá, remota, en el cielo escondido, resplandece para consuelo de los hombres!
Entre su conversión y su muerte, Bartolomé Lloréns
escribió la parte religiosa de su obra lírica. Versos llenos de acendrada fe,
de clara esperanza, en los que suena el grito de la liberación. Entonces ve el
poeta su vida antigua como sombra, como ciega noche, como muerte trágica.
Es la noche, es la sombra, es el no verte,
Señor, en la ceguera del pecado,
la más amarga, cruel, trágica muerte.
¡Te tuve en mis entrañas sepultado
tanto tiempo, Señor, sin conocerte!
Mas nuevamente en mí has resucitado.
El más puro amor del hijo pródigo, del hijo perdido
que a su Padre recobra, se expresa en estos versos, tan tiernos, tan confiados,
tan verdaderamente religiosos. Si exceptuamos la gran lírica unamunesca,
tendríamos que remontarnos a los siglos de oro para encontrar unos poemas en
los que el espíritu religioso nacional se vertiera de un modo tan antirretórico, tan humano y directo. En estos sonetos puede faltar acaso un último
perfilamiento, una última perfección, un último brillo, pero ¡qué importa ese
nítido acabado de la obra bien hecha, cuando está sustituido por el cálido
manar repentino de estos poemas irrigados dulcemente, soterradamente, por un
envío de sangre amorosa y continua!
En el nuevo renacimiento de la lírica católica que
constituye parte de la poesía de postguerra, Bartolomé Lloréns ha aportado tal
vez el legado más sobresaliente en estos sonetos que él con la más conmovedora
y honda modestia juzgaba “excesivamente clásicos”. Jamás he conocido un
ser más auténticamente humilde que
Bartolomé Lloréns. Se creía siempre el más pequeño, el más insignificante. No
tenía la más íntima estimación de ninguna de sus altas cualidades, y ni
siquiera se soñaba poeta.
Pues bien: está profunda humildad de nuestro amigo,
que tan característica le era (tal vez lo más característico de su espíritu,
junto a su generosidad), encuentra ahora, en su nueva situación religiosa el
lugar que le corresponde. Porque una virtud básica del catolicismo es, como
todos saben, esa tan difícil que Bartolomé Lloréns poseía como ninguno aun
antes de su conversión. Sólo con la sinceridad completa es la poesía posible. Y
así, el que pretenda hacer poesía católica sin esa esencial humildad, sólo
puede lograr poemas en que la falsa unción sea lo más relevante.
Por el contrario, Lloréns estaba preparado como
nadie para hacer este tipo de poesía:
Sólo una gota de tu sangre pura
que al dar su vida te encumbró a la gloria,
bastara, soñador, profeta mío,
para arrastrarme a Ti con tu locura.
Mas que puedo yo darte si es escoria
cuanto tengo, Señor, en mi desvío…
Esta palabra, “escoria”, como rima, ha sido un
lugar común de nuestra lírica. La idea misma de que el hombre es escoria
comparado a Dios, es también un gruesísimo tópico de sermonario. Y, sin
embrago, estos versos, son tan veraces,
responden tan exactamente al espíritu humilde del poeta, que esta idea, tan
repetida, brilla otra vez con novedad, soplada por yo no sé qué espíritu.
Sí, amigo mío: tú te creías escoria, vil ceniza,
amarga y diminuta arenilla, cuando eras el cálido espacio más traspasado
por el alto y cenital sol de la vida.
En la poesía de Lloréns se ve una vez más
confirmada la unicidad del amor: el amor es siempre el mismo, cualesquiera que
sean sus diferentes formas. Si leemos atentamente los versos de nuestro poeta,
observaremos que el sentimiento con que canta a Cristo es muchas veces idéntico
al sentimiento con que cantaba al profano amor. La misma ternura, la misma
generosidad, el mismo ensueño. Así, en los poemas de amor profano, el poeta
canta el desvío de su amante, mientras que en los poemas religiosos es el
desvío del propio poeta el cantado. En un caso –en los poemas profanos-, la
desolación y la tristeza emanan de un abandono que el poeta sufre. En los
poemas religiosos, se respira la misma desolación y tristeza, pero causadas
ahora por el abandono que el poeta hace sufrir a Cristo, y del que el poeta se
arrepiente. Por lo demás el acento es idéntico en ambos temas.
Naturalmente, no siempre es ésta la situación.
Poemas amorosos tenemos de Bartolomé Lloréns, en los que el dolor nace al
contemplar la pureza de la amada en contraposición a la impureza del amante:
¿Cómo poder quererte, cómo amarte
sin llevar hasta ti mi desconsuelo,
cómo prenderle a mi fatal desvelo
sin herirte, perderte, aniquilarte?
Y en este caso es paralelo con los poemas
religiosos es aun más evidente, pues hasta encontramos aquí los dos planos en
que se mueve todo poema dirigido a la divinidad. Por un lado, la inferioridad
reconocida del poeta, envuelto en sombras, y por el otro, la pureza y luz del
ser cantado. Notamos ya, en este poema profano de Lloréns, escrito antes de su
conversión, ese espíritu de humildad al que tantas referencias hemos hecho, y
que hemos considerado como muy propicio para expresarse dentro de un cosmos
religioso.
Mas en su nueva etapa de poesía religiosa,
Bartolomé Lloréns, alcanza cimas de gozosa serenidad que antes de su conversión
no habían sido ni siquiera rozadas. Paz, paz al fin sobre la roca alzada, sobre
el monte último, sobre la soleada cumbre de la fe:
He aquí la paz. El dulce, claro viento,
el manso fluir del agua rumorosa,
la límpida armonía venturosa
del cielo azul del huerto del convento.
Y así puede exclamar el poeta:
¡Qué nueva vida! ¡Qué secretos goces!
Y es que la humana angustia del hombre “nacido para
la muerte” ha sido vencida ya. Ahora el poeta se ve inmortal; el corazón
desgarrado descansa y la esperanza brilla.
A veces, el tono alcanza una robustez no sólo
expresiva sino también ideológica, comparable tan sólo a algunos acentos de
Unamuno, con el que se relaciona:
¡Ser tu Cristo y Jesús, oh Jesucristo,
Hombre-Dios por las alas de tu verbo,
y consumirse en el dolor acerbo
de la Pasión sangrienta en que Te he visto!
¡He de ver si sufriendo Te conquisto,
y Te recato y puro Te conservo,
Jesucristo, Hombre-Dios, Sangre en que hiervo,
Hombre en que vivo, Dios en que me existo!
El verbo existir no es reflexivo en nuestra lengua. Esto lo
saben todos y como nadie el poeta. Por otro lado, la corrección era
sencillísima (Dios en quien existo). Sin embargo, la expresión “me existo”,
haciendo reflexivo el verbo, da extraordinaria fuerza poética a
la idea, reforzándola, como intensificándola.
Poesía religiosa de Lloréns, llamada a una grandeza
que la muerte ha impedido. Pero aquí, entre nuestras manos, palpita algo de lo
que pudo haber sido el destello radiante del poeta trunco, del gran poeta
católico que nuestras letras y nuestra religión piden.
Termino ya. La muerte nos ha arrebatado un amigo y
un poeta, tal vez uno de los más sobresalientes poetas jóvenes. Bartolomé
Lloréns ha desaparecido demasiado temprano, pero creo que la virtud de
bastantes de sus poesías no morirá. El sincero acento, ya que no su perfección
última, ha de salvarlas del olvido. Con toda la objetividad que un
contemporáneo puede tener, me atrevería a afirmar que estos versos tienen un
seguro puesto entre las voces auténticas de nuestro gran siglo lírico.
¿Qué hubiera sido la madurez de este poeta, ya tan
verdadero y conmovedor? No lo sé. No lo sabremos nunca. La noche ciega sus
ojos, su voz para siempre, y encubre a nuestras miradas el futuro imposible. La
noche ha llegado. En un cementerio de Catarroja, el valenciano cielo estrellado
nocturnamente vela la solitaria garganta que cantó para los hombres su
destino de amor cuando el día era luz y no tristeza.
Encima de las estrellas resuena el nuevo himno de
gloria, lejos, apagadamente. El día ha vencido.
CARLOS
BOUSOÑO